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Francisco Franco.
El dictador que dejó de ser persona

El dictador que dejó de ser persona

Los que le conocieron hablan de dos Francos. Del militar amable, que iba al cine y al teatro antes de la guerra. Y del tipo despiadado, retraído, que se creyó un enviado de Dios tras la victoria

IRMA CUESTA

Lunes, 16 de noviembre 2015, 17:34

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A Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde, que es como bautizaron al dictador en Ferrol en 1892, solo le vieron llorar en tres ocasiones: al acabar la Guerra Civil, en uno de aquellos baños de masas que organizaba el régimen en la Plaza de Oriente y el día que enterraron a Carrero Blanco. El 21 de diciembre de 1973, al volver a El Pardo después de despedir a quien había sido su amigo y colaborador más cercano, uno de sus ayudantes le preguntó cómo había ido el sepelio. «Muy emotivo», contestó el Generalísimo con la voz quebrada mientras se alejaba para que nadie viera sus lágrimas. En ese momento se escuchó a Carmen Polo decir: «¡Ay Paquiño, qué viejo estás!»

Detrás del militar que dirigió los destinos de España con mano de hierro durante cuatro décadas había también un hombre que para aquel entonces ya vislumbraba el final de una vida marcada por el golpe de Estado de 1936. Cuenta su nieto Francisco que aprovechaba los viajes que hacía con el Caudillo para pedir que le contara cosas de Marruecos y que su abuelo, irremediablemente, empezaba sus relatos con la misma frase: 'Cuando yo era persona...'

«Antes de la guerra mi padre era un tipo amable que bromeaba, le gustaba ir al cine y al teatro, quedar con sus amigos y disfrutar de tertulias interminables. Decía que esas cosas las hacía porque era una persona normal y que, cuando acabó el conflicto, había dejado de serlo». Carmen, su única hija, es un testigo de excepción ahora que se cumplen cuarenta años de la muerte del dictador.

Lo cierto es que Francisco Franco apenas tuvo tiempo para Carmencita, para la que se transformó en un hombre retraído y opaco. «Era un acomplejado, eso es verdad. Lo pasó muy mal en la Academia Militar de Toledo por su estatura física. Además, su voz aguda tampoco le ayudaba», cuenta en 'Franco, mi padre', el libro escrito por los historiadores Jesús Palacios y Stanley G. Payne.

De la época de la academia militar de Toledo le quedó el recuerdo de las novatadas y el apodo de 'Cerillita', que sus compañeros encajaron como un guante en aquel soldado bajito (1,63), extremadamente delgado y con la cabeza grande, cuya carrera resultaría imparable cuando fue destinado a África.

Carmen dibuja a un personaje distante, al que el poder convirtió en un radical despiadado. «Creía en la Ley del Talión. En el ojo por ojo... sobre todo con los crímenes de sangre. Para eso no tenía piedad ni había forma de convencerlo (...). Tras la victoria, se creyó un enviado de Dios, un mito del que dependían los destinos del país. Y empezó a recelar de todo y de todos. Antes debatía en casa los temas de forma moderada: cómo le caían ciertos políticos, su análisis de España y el mundo, su cercanía a algunos militares, su distancia con otros.... Luego hablaba con cariño de muy poca gente».

Luis Togores, doctor en Historia Contemporánea con una larga lista de publicaciones a sus espaldas, secunda la idea de dos Francos, el de antes y el de después de la contienda. «No es que fuera la alegría de la huerta, pero sí era un hombre y un militar acostumbrado a jugarse la vida y a disfrutar de su tiempo libre en locales de moda y largas tertulias. Después, yo no diría que estaba abrumado porque creía firmemente en lo que hacía, pero sí que le cambió el carácter. Por lo demás, aunque suene algo cursi lo de la soledad del mando, es evidente que el poder le fue alejando de quienes habían sido sus amigos: Yagüe, Dávila, Muñoz Grandes...». Togores es de los que opina que la larga lista de tópicos que rodean a quien fue el general más joven de Europa con 34 años oscurecen su figura y que solo con el tiempo será posible colocar al personaje en su sitio. Paul Preston, en cambio, lo tiene claro: está en el podio de los dictadores más crueles de Europa, a la sombra de Hitler y por delante de Mussolini.

Pilar Eyre, escritora y colaboradora habitual en programas como 'Hormigas Blancas', con Jorge Javier Vázquez, acaba de descubrir en su flamante 'Franco confidencial' a un joven al que su padre daba palizas descomunales con la correa e insultaba llamándole marica.

Lo cierto es que Nicolás Franco, un oficial de la Armada que llegó a intendente, fue incapaz de mantener vivo un matrimonio que hizo aguas muy poco después de pasar por el altar. Nacer en una familia rota y sufrir a un padre crápula y agresivo marcaron los primeros años del general, según los que han buceado en esa parte de su historia. En ese recorrido por las intimidades del personaje, Eyre da un paso al frente y dice que su vida sexual fue prácticamente inexistente. «No es que fuera homosexual, de hecho tenía deseo por las mujeres, lo que ocurre es que tenía una fimosis muy pronunciada y eso hacía que le costara tener relaciones».

El suyo, en cualquier caso, no es el único libro que trata de hacer una semblanza del dictador con mayor o menor rigor histórico. Solo entre 2000 y 2009 se publicaron en España 160 obras que incluyen la palabra Franco en su título. En el trabajo de Jesús Palacios y Stanley G. Payne queda retratado un hombre que con el tiempo se petrificó detrás de una máscara. «Interiormente se fue rehaciendo de sus complejos y maltrato paterno a través de la disciplina. Aquel chaval tímido y retraído logró ser reconocido por la comunidad castrense porque, si tenía una virtud, era la de ser capaz de crecerse ante las adversidades», asegura Palacios. También hay voces absolutamente entregadas al personaje, como la del historiador y antiguo miembro de los GRAPO Pío Moa, uno de su mayores defensores.

Pintura y televisión

Aunque si hay un testimonio directo del Franco más familiar es el de su primer nieto varón. Francisco Franco y Martínez-Bordiú, que a los 18 años, cansado de discutir con su padre, hizo las maletas y se instaló en El Pardo, ve a su abuelo como una persona tierna y muy próxima pese a sus inquietantes silencios. Habla de un hombre al que le gustaba el mar -«era feliz cuando llegaba al Azor y se colocaba la gorra de capitán»-; que salía de caza o iba a pescar salmones siempre que tenía oportunidad, con un enorme interés por la tecnología y el cine, y sonríe cuando se le pregunta si es cierto que su abuela, Carmen Polo, tenía tanta ascendencia sobre él como aseguran. «Mi abuela era un apéndice suyo. Cuando él murió, ella solo pensaba en marcharse para estar con su Paco. Además, después de ver su final, nos hizo prometer que, cuando enfermara, no la llevaríamos al hospital. Pero de ahí a que influyera en sus decisiones de Estado... Como cualquier abuela de entonces, jamás le cuestionaba nada a su marido».

Con la mirada limpia del nieto, Francisco Franco (El Pardo, 1954) recuerda la imagen del dictador ante el televisor, viendo partidos de fútbol y baloncesto, dedicando cada tarde, después del café, una hora a pintar. «Sus cuadros no eran excepcionales, pero sí de cierta calidad. Pintó a mi madre, bodegones, un autorretrato... hasta que las secuelas de un accidente de caza en el brazo izquierdo le obligaron a dejarlo».

Y ofrece pruebas de que nunca dejó de ser el militar parco y estricto que tuvo en sus manos el destino de España hasta que murió. «Una vez que estaba castigado, me quiso llevar de caza. Se presentó ante la 'nanny' y le preguntó si podía levantarme el castigo. Le dijo que no y se marchó sin insistir ni cuestionar la autoridad de aquella mujer que era como un sargento. En aquello, era ella quien tenía el mando».

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